El dragón que volvió al fuego por Miguel Molina Díaz

 



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Hace algunos años ya, el Santiago Gangotena, en la cima de una elegante tarima, me entregó un diploma. Aquel día me había convertido en abogado y, con ello, una etapa fundamental de mi vida llegaba a su fin: la de estudiante. O eso creía yo. Carlos Montúfar, que también fue mi rector varios años, nos había dicho a los graduados que podíamos guardar ese título en un cajón y no volverlo a ver, porque lo que nos había entregado la universidad no era un pedazo de papel. Nadie, dijo, les podrá quitar lo que conservan en su corazón. Era un antídoto contra la titulitis. Aquel tiempo, tomando un concepto de Charles Dickens, fue la mejor y la peor de las épocas, un periodo de esperanza y desesperación, de locura y razón, de fe e incredibilidad. Empecé la carrera sin un centavo en el bolsillo, tenía dos trabajos y procuraba no perder la beca pese al agotamiento. Nunca, sin embargo, me había sentido tan en el mundo como en el campus, en las clases, en el hecho de transitar el camino hacia la ignorancia, porque quienes habían fundado la universidad me prometieron que el día de mi graduación sería un auténtico ignorante. Y así fue. Nunca, como en aquella ocasión, fui tan consiente de que el aprendizaje para mí recién comenzaba y era infinito.

De 110 a 10.000 estudiantes: la Universidad San Francisco de Quito, el legado de Santiago Gangotena

Ese día, creo, me consagré como dragón. O como alguien que se conocía a sí mismo bastante más que cuando todo empezó. Con el poco dinero que tenía y para trasladarme a la universidad compré un maltrecho Fiat Uno de 1988. Mi beca, como ganador de un concurso literario de relatos, era completa, pero trabajaba para la gasolina, las constantes reparaciones del auto, los almuerzos, las salidas con los amigos y los libros que me compraba y leía. Antes, nada había sido fácil, pero por fin estudiaba algo que me gustaba y me sentía feliz. Una institución educativa concilió armónicamente mi deseo de estudiar Derecho y volverme escritor. Para mi segundo semestre logré un puesto de reportero en Aula Magna, el periódico de la universidad. El periodista Daniel Márquez fue mi primer editor de verdad. Uno de los reportajes iniciales que tuve a mi cargo fue sobre las clases socráticas que todos los estudiantes, de todas las carreras, debíamos cursar, particularmente la de Autoconocimiento, que era el estudio del pensamiento y la espiritualidad de Oriente. Así fue como pude entrevistarle al Santiago, que era el fundador y rector, para preguntarle por qué existía esta clase. Me respondió, según consta en el audio de aquel entonces, que quería que los estudiantes se dieran cuenta de los condicionamientos que tenían de su familia, la sociedad, los amigos o enemigos, y lograran una sabiduría sobre quienes eran. Predicaba el desapego. Me dijo que hay una diferencia entre conocimiento y sabiduría, “la primera es el resultado de la instrucción, la segunda se alcanza cuando se rompen los condicionamientos por medio de la introspección”.

Ahora, cuando la muerte del Santiago nos ha impresionado tanto a quienes lo conocimos, he podido volver a sus palabras, al sentido profundo de su misión, a la magnitud de su obra. Fundó una universidad para que generaciones de estudiantes aprendieran a conocerse, a cuestionarse quiénes eran, a aventurarse hacia la intangible y esperanzadora posibilidad de la sabiduría. Tuvo errores, porque era humano. Tan humano que acometió una empresa, para muchos, imposible: transformar la educación superior en el Ecuador con la filosofía de las artes liberales, las que liberan el espíritu, la mente y el cuerpo. Y lo logró. Su atributo no era la prudencia, pero sí la paciencia. Amaba ser irreverente y cotidiano. Sus enemigos le reprochaban los puntos más controversiales y cuestionables de su narrativa. Sus obras, sin embargo, fueron tan lúcidas como colosales: creó un programa de becas sin precedentes en su alcance, sobre todo para la diversidad étnica. Apoyó las humanidades en un país que promueve la especialización técnica. Tradujo el Tao te Ching de Lao-Tse del chino al español. Construyó una identidad universitaria que pudiera brillar y ser élite intelectual en todos los campos del saber y del acontecer ecuatoriano. El sueño del Santiago fue el milagro que nos sucedió a muchos. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que mi beca y mis estudios fueron el proceso de aprendizaje que más ha transformado mi vida en todos los sentidos. Nada ha sido igual desde entonces. El mundo, con toda su complejidad, apareció ante mis ojos y yo me lancé a recorrerlo.

Para quien fundó la universidad donde estudié, solo tengo palabras de agradecimiento. No utilizaré mi escritura para responder la pequeñez e inhumanidad de quienes se han alegrado de su muerte. Les deseo que alguna vez alguien cambie su existencia con la lucidez, la generosidad y el fuego con los que el sueño del Santiago nos transformó a los que pasamos por esas aulas. El fuego para él era la bondad y la búsqueda de la sabiduría. La pasión y la creación. También la fragilidad. Me hubiese gustado agradecerle en vida, ya no podré. Pero nunca, jamás, dejaré de defender las libertades de los habitantes de este país. Procuraré ser ‘buena gente’, como él decía, o al menos, reconoceré mis errores. Me seguiré cuestionando. Respiraré, para no morirme. No abandonaré la conciencia de mi ignorancia y alimentaré siempre mis ganas de aprender más, como Sócrates, hasta el último segundo. Esa será mi manera de honrarlo, al Santiago y a mis demás maestros esenciales, que hicieron de mi vida universitaria lo que fue: una búsqueda. Con esta escritura, que es lo más mío que puedo dar, le abrazo y le agradezco al Carlos Montúfar, por darme algo que nunca nadie me podrá arrancar, porque está en mi corazón y no en un papel. Ni siquiera está en las palabras. La vida y sus giros son un misterio. No he conocido a nadie que sepa transmitir a una multitud, casi en silencio, cómo se siente la fuerza descomunal y mitológica de un dragón. Excepto el Santiago. (O)

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