Querido Carlos: Empiezo por disculparme, ya que esta carta, que debí escribirte hace tiempo, ha tenido que ser póstuma. Por suerte, sé que no te importará, que como siempre serás indulgente conmigo, donde quiera que estés. Tú, más que nadie, nos dijiste, de distintos modos, que la vida es simple. Y como todas las cosas simples, la vida también tiene su final. Y ese final no tiene que ser trágico, ni doloroso, sino todo lo contrario. Por eso, aunque sé que no lo conseguiré, trataré de escribirte este homenaje desde la felicidad de haberte conocido y no desde la tristeza que me ha provocado, que a tantos de tus alumnos nos ha provocado, tu partida. Para alegrarme he vuelto a ver el video en el que feliz bailaste el rompenucas, subido en un escenario, en alguna de las fiestas del campus.

Te conocí, como la mayoría de tus decenas y decenas de nietos adoptivos, en la Universidad San Francisco de Quito. Nunca tomé una clase contigo, pero no había que hacerlo para ser tu alumno. Siempre la puerta de tu oficina permaneció abierta para todo aquel que buscara una taza de café, una tertulia sobre libros, una terapia sobre el amor o la literatura o el mar, que para ti siempre eran igual de intensos. Hoy me duele no haber tenido tiempo de aceptar todas las tazas de café que me ofreciste, pero aquellas que sí acepté se han vuelto muy significativas en mi memoria, son parte de la calidez de esos años de estudiante universitario. Y cuando todo salía mal, en la vida académica o amorosa, siempre estabas tú, con tu cafetera lista, para escucharnos, para sacudirnos. Eras una extraña mezcla entre sabio contemplativo y amigo permanentemente alegre. Mucho del espíritu lúcido que tiene la universidad, nuestra amada universidad, es gracias a ti, Carlos.

Siempre disminuiste, ante nosotros, tu paso por Harvard; tus títulos académicos nunca fueron más que un pedazo de cartón. En alguna ocasión me dijiste que no sea un intelectual sino un escritor. Que no me acerque al acto de la escritura desde mi capacidad de pensar, interpretar, analizar o emitir conclusiones, sino que sólo sienta, que simplemente sienta. Quizá tenías esa claridad, precisamente, por fotógrafo, por tu amor a la imagen, o mejor dicho, a sentir la imagen. Jamás te gustó que se hable sobre tus fotografías, preferías que sean sólo sensaciones. Esa carrera de fotógrafo que te llevó a tan extrañas aventuras. Si se te preguntaba demasiado sobre ellas, terminabas contándonos la más estelar y compleja: cuando fuiste fotógrafo en la Guerra de Vietnam. Todavía podemos escuchar tu voz narrándonos ese hecho brutal de la Historia. Y discúlpame si hablo, a ratos, en plural, pero sigo conmovido por las decenas y decenas de personas que han llenado las redes sociales con mensajes para ti. No logro entender cómo hacías para dar tanta alegría significativa a tanta gente. Todos te agradecemos por algo, quizá por el futuro que nos ayudabas a proyectar.

Cuando organizaste el pulguero de libros los vendías en centavos. Tu interés, únicamente, era que los libros no murieran, que lograran nuevos lectores, que cumplieran su destino de enamorar. En alguna ocasión, entre charla y charla, me contaste que uno de tus hijos adoptivos más queridos era el escritor y cronista Juan Fernando Andrade. Me lo dijiste con los ojos brillantes. Te daba mucho orgullo su escritura. Debo confesarte que desde ese tiempo a esta parte no he podido leer tu novela, Boleros. Se me perdió con los años y las mudanzas. Esta semana, sin embargo, te recordaba y pensaba en contarte sobre mis proyectos literarios. Era tan fácil hablar contigo de libros y de amores, con el corazón roto o con la ilusión de un nuevo comienzo. Un par de veces te visité con el amor o la ilusión de aquel entonces, y siempre querías acolitar. Pienso que te hubieses puesto feliz por mis proyectos literarios, porque si bien fracasé frente a tu consejo de no intelectualizar el arte, he procurado, con mis limitaciones, sentir más que pensar.

Profesor, fotógrafo, escritor, terapeuta, constructor y capitán de barco, pero de todo lo que fuiste, pienso, preferías tu papel de padre y abuelo. Gracias por el apoyo que nos diste, a Víctor Cabezas y a mí, cuando hicimos la revista de literatura y arte Líneas de expresión. Creo que en esos años fue cuando más visité tu oficina. A veces tenemos la impresión de que los amigos van a estar allí siempre, que son inmortales, que la muerte no los alcanzará. Y ya no creo que podré ir a esa zona de la universidad, donde estaba tu oficina y el aroma de tu café, sin morirme de la nostalgia. ¿Ya ves que, pese a todo, siento más y pienso menos? Gracias por apoyar mi escritura en aquella juventud tan sin certezas. Alguna vez me contaste que, al final de tu vida, querías tener un velero, que ya lo estabas construyendo, y desde el timón dedicarte a contemplar el mar. Entiendo que se te cumplió. Quizá por eso tu muerte es una mezcla de tristeza y lúcida melancolía, porque tu recuerdo no se irá tan fácil. Siempre estarás en el mar y en los veleros que lo cruzan. En el inmenso azul del mar. (O)